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ENSAYO: El miedo y la libertad. Por Maria Carman

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¿Qué significa la naturaleza para los diferentes habitantes de la Ciudad? Luego de intensos años de trabajo de campo, la antropóloga María Caram reconstruye en Las trampas de la naturaleza (Fondo de Cultura Económica) la forma en que el medio ambiente y la naturaleza ocultan hoy la segregación en la Ciudad de Buenos Aires. Aquí, un análisis de la vida en los barrios cerrados y su universo de desigualdad hacia los más vulnerables.
Uno podría aducir que en el barrio privado existe una ausencia de sorpresa, expresada tanto en decisiones éticas –el deliberado autoencapsulamiento que impide el encuentro con los sin techo o cartoneros– como en decisiones estéticas: la homogeneidad estructural de las fachadas. El azar, sin embargo, podría cruzar nuestro destino con, por ejemplo, una liebre. ¿Pero es la liebre u otro animal salvaje la única sorpresa posible en la inercia nocturna (o el predecible movimiento diurno) del barrio cerrado? Ciertamente no lo es. Entre bambalinas trasciende el desasosiego de los vecinos frente a los inadmisibles atropellos de adolescentes del propio barrio, en particular hurtos. Se trata de un mensaje en cuya traducción no se ahonda, como tampoco se denuncia frente a las autoridades policiales, sino que se resuelve dentro de las instancias disciplinarias internas del barrio.

Esta significativa renuencia, por parte de los pobladores de los barrios privados, a que intervengan las fuerzas públicas en caso de delitos perpetrados por residentes o “invitados” –como ellos denominan a los amigos de sus hijos– se invierte drásticamente cuando los responsables de los delitos son “externos” al barrio, o bien personal interno contratado: empleadas domésticas, custodios, pileteros. La intervención policial o judicial es justificada entonces no por la calidad de visitante del acusado, sino por la clase social a la cual adscribe. 

En un exclusivo barrio privado del Gran Buenos Aires, unos adolescentes arrojaron simbólicamente los aparatos electrónicos que habían robado de diversas casas –televisores, videos– dentro de una bañadera llena de agua de otra casa. Luego de este episodio perturbador –sumado a la misteriosa desaparición de una costosa computadora portátil en otro domicilio–, algunas vecinas me comentaron que comenzaron a cerrar con llave la entrada de sus casas, que antes permanecían abiertas. Lo interesante es que, si bien se comprobó que estos delitos fueron cometidos por los adolescentes o sus amigos no residentes, las únicas sometidas a requisas intimidatorias a la entrada y salida del barrio fueron las empleadas domésticas. Una de ellas me relató que estaba obligada a declarar, en la entrada del barrio cerrado, los objetos personales con los que acudía a trabajar a las casas: ropa, libros o discos compactos. En caso de que olvidara declararlos, ya había tenido repetidos problemas por la suposición automática por parte del personal privado de seguridad de que los había sustraído de la casa en cuestión, con lo que sólo lograba salir de la fortaleza privada cuando su “patrona” intercedía. Cuanto mayor es la presión sobre la propiedad privada, aumenta proporcionalmente la privatización de la seguridad, que no es sino una privatización de la coerción y, en última instancia, del contrato social: la función que debería cumplir el Estado pasa a manos privadas. Dentro de los barrios se implementa aquello que Svampa denomina la “gestión de la distancia social” o el “control de la diferencia”: un registro inequívoco que separa a los “iguales” (los residentes) de los diferentes” (empleados); una exhibición constante de roles y posiciones como mecanismo de cristalización de las diferencias.
Un colega antropólogo también me comentó cómo, viajando en la camioneta de una empresa privada que realiza el trayecto de los barrios cerrados de Pilar a Buenos Aires, ésta se detuvo en la entrada de una urbanización donde habían subido varias empleadas domésticas. El guardia de seguridad vociferó entonces de mal modo: “¡Que bajen dos domésticas!”. Pero nadie se movió de su asiento. El chofer miraba para atrás en silencio. El grito se repitió y entonces, como la camioneta iba a permanecer detenida hasta no completar la requisa al azar, la extorsión operó y dos mujeres, de mala gana, descendieron y dejaron que los guardias revisaran sus pertenencias. Luego volvieron a subir y la camioneta continuó su recorrido. Cabría preguntarse, frente a estas prácticas de sesgo carcelario, si, como diría Hobbes, el miedo y la libertad son compatibles, o bien sobre los límites éticos de construir el sueño de libertad de unos por sobre la libertad de otros.
Si las clases media y alta son concebidas como “auténticas” portadoras del miedo, los sectores populares ni siquiera son percibidos, en ocasiones, como sujetos dotados de agencia. No obstante, frente al miedo y la violencia consagrados se alzan otros miedos o violencias invisibles, como las intimidaciones que ejercen los guardias públicos o privados sobre los sectores populares.

El naturalismo, la propiedad privada y la beneficencia. El hecho de vivir en barrios con candado construye representaciones del mundo legítimo que desalientan la empatía y el contacto con aquellos que nunca podrán vivir allí. Lo que se quiere evitar, presumo, es el ser mirado por otros que devuelven –con sus cuerpos y manos gastados por el hambre o un duro trabajo físico– el problema de la existencia de las desigualdades sociales: éstas se tornan demasiado visibles y resultan obscenas. Acaso esta misma circunstancia aliente –como una suerte de mecanismo contrafóbico colectivo– la beneficencia privada tan difundida entre los residentes de barrios cerrados, y en particular de los más exclusivos.
La acción benéfica también puede ser un instrumento eficaz para diluir conflictos con las poblaciones pobres del entorno, como en el estremecedor relato de Svampa, en el que una urbanización privada es acusada de ser la causante de la inundación de los barrios vecinos: “La fundación [benéfica] es como un aliado de la comisión directiva [de la urbanización privada] […] En una época tuvimos problemas de inundación con un barrio de acá enfrente, que se cayó el paredón […] llovió un día no sé cuántos centímetros en verano, tiró el agua el paredón y se inundó toda la zona. Teníamos a todos [los vecinos del barrio popular] acá dentro, nos querían acuchillar, estaban todos con armas en la puerta. Fue bravo, la gente se puso muy nerviosa y ahí nos mandaron: ‘Vayan a calmar a la gente’. Salimos a pedir cosas, ropa, y empezamos a dar, es un trabajo bastante fundamental”.
Esta poderosa correspondencia entre la defensa de la propiedad privada y aquello que Girola denomina mordazmente la “gestión privada de la solidaridad”, ya está presente en la obra de Joseph Townsend (1739-1816). Veamos de qué modo la fuga hacia el naturalismo de Townsend sostiene como principal argumento el resguardo de la propiedad. Para Townsend, los hombres no son como bestias, según sostenía Hobbes (1994), sino que son efectivamente bestias, y por esa razón sólo se requiere un mínimo de gobierno. Desde su punto de vista novedoso –basado en el célebre teorema de las cabras y los perros–, una sociedad libre puede considerarse integrada por dos razas: la de los propietarios y la de los trabajadores. El número de estos últimos está limitado por la cantidad de alimentos; y mientras que la propiedad permanezca segura, el hambre los impulsará a trabajar. Con un énfasis que evoca la cobertura de cierta prensa respecto al abuso de las usurpaciones, Townsend arguye que el hombre debe ser castigado cuando invada la propiedad de su vecino. Respecto al principio de la beneficencia, sugiere el autor: “¿Y no son mucho más nobles los sentimientos caritativos que los derivados de obligaciones legales estrictas? ¿Podrá haber en la naturaleza algo más hermoso que la complacencia moderada de la benevolencia?”.
No resulta azaroso que dos periódicos nacionales dediquen un suplemento semanal a difundir las bondades –jamás los sinsabores– del estilo de vida country. Dicho estilo pondera una moralidad distanciada de aquellos que carecen de vivienda o trabajo estable –y cuyo ocio tampoco puede ser definido en los mismos términos de goce y disfrute–. Uno de estos periódicos, cuya línea editorial privilegia a ultranza la defensa de la propiedad privada, dedica también un suplemento a las iniciativas solidarias. Polanyi sostiene que los economistas renunciaron pronto a los fundamentos humanistas de Adam Smith e incorporaron los de Townsend, publicados en Dissertation on the Poor Laws (1786), pocos años después de La riqueza de las naciones (1776). La naturaleza biológica del hombre aparecía aquí como el fundamento dado de la sociedad. Townsend, en efecto, introdujo un nuevo concepto de la ley en los asuntos humanos: el de las leyes de la naturaleza, que correspondían muy bien, como sostiene Polanyi, a la sociedad que estaba surgiendo.

Por Maria Carman *Antropóloga social.

Fuente Perfil.com

Comentarios
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Francisco Javier de Amorrortu  - jardinero   |2014-03-08 21:12:07
Hola María, Miguel Nisnovich me trajo noticias tuyas y el recuerdo de Tu Padre a quien
conocí en casa de su editor hace unos 40 años. Advierto en Tus ojos su misma mirada. Es
un gusto verificar que ciertas noblezas humanas se heredan. Respecto de Tus comentarios,
te quedas corta. Si conocieras el proyecto de ley de urbanizacones especiales que
presentó Pacho O'Donnell junto a de la Rosa en el Senado allá por el año 2000, se te
congela la sangre. Si quieres echar una mirada a crímenes hidrogeológicos para que te
hierva la sangre, ve por http://www.delriolujan.com.ar
/consultatio12.html
Tu Padre
preferiría mirar aves, y lo comprendo. Un abrazo a ambos, Francisco
juan  - muy bueno   |2013-11-08 15:30:11
muy bueno el articulo
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